viernes, octubre 24, 2008

HOY EN AMBITO

Exige concentración sutil cuadro familiar


El director Cristian Drut valoriza al máximo los textos de Lagarce (monólogos interiores, conversaciones truncas), que por su lirismo y sutileza exigen una atención especial por parte del espectador.
«Apenas el fin del mundo» de J.L. Lagarce. Dir.: C. Drut. Int.: D. Hendler, V. Bassi, A. Garibaldi, S. Lanteri e I. Rodríguez de Anca. Esc.yVest.: C. Zuvialde. Ilum.: A. Le Roux. (Espacio Callejón.)

En el terreno siempre resbaladizo de los vínculos familiares, ni siquiera el afecto -descontando que éste exista- puede llegar a unir aquello que una vez se quebró sin que nadie supiese bien el porqué.

La soledad, la muerte y la imposibilidad de comunicarse con los seres a los que uno está ligado, por lazos sanguíneos y por una historia en común, son los ejes temáticos de esta pieza de tono intimista que con estudiada morosidad va sumergiendo al espectador en una atmósfera de creciente melancolía.

Es como si el autor nos invitara a observar un viejo álbum de fotografías tratando de descubrir en esas vidas mediocres y resignadas algún destello de felicidad. En este caso, el encargado de pasar las páginas es un hombre de 34 años (Daniel Hendler), un individuo de pocas palabras, entre inexpresivo y enigmático, que después de mucho tiempo regresa repentinamente a su pueblo con la idea de anunciarles a su madre y a sus dos hermanos que va a morir. Es una tarea imposible o quizás inútil, debido a que su presencia sólo logra activar el vacío y la sensación de abandono que aquéllos sintieron ante su inesperada partida.

Sin respetar un orden temporal, las escenas se van encadenando naturalmente a través del encuentro del protagonista con su madre ( Susana Lanteri), que recuerda con nostalgia antiguos paseos en familia; con su hermano (Ignacio Rodríguez de Anca), al que todo lo enfurece, empezando por su propia mediocridad; con su hermana menor (Valentina Bassi), algo corta de miras, pero todavía esperanzada en abandonar la casa materna, y con su cuñada (Ana Garibaldi) aferrada a un único tema de conversación, sus dos hijos.

La familia es más un síntoma que un tópico en la obra del dramaturgo francés Jean Luc Lagarce, un autor muy prolífico (dejó unas 25 piezas teatrales además de otros escritos), que murió de sida a los 38 años convencido, pese a no haber tenido suerte con su primer estreno en el teatro oficial, de que su obra alcanzaría la posteridad. Y no se equivocó, sus piezas son las más representadas en Francia (más que las de Chejov, exageran algunos). Lo cierto es que su legado teatral cuenta con el total beneplácito de los organismos de cultura franceses que hoy se esmeran en difundir su obra también en el extranjero. De hecho, «Apenas el fin del mundo» fue estrenada el año pasado, en el marco de la «Semana Lagarce en Buenos Aires», uno de los tantos acontecimientos que se organizaron en el mundo para celebrar el cincuenta aniversario de su nacimiento.

Narrada en base a monólogos interiores, conversaciones truncas, diálogos cargados de reproches y recuerdos que favorecen el equívoco, la obra se desenvuelve entre el sueño y la vigilia con una morosidad seguramente deliberada. Como es habitual en la obra de Lagarce, los conflictos de los personajes florecen dentro de su propio discurso y no tanto en la acción que en general es mínima.

Se trata de un material de gran lirismo que el director Cristian Drut (también responsable de una muy poética versión de «Crave» de Sarah Kane) se ocupó de valorizar al máximo, respetando las alteraciones sintácticas del texto y su rica musicalidad (algo digno de ser destacado puesto que se trata de una traducción).

Buenas actuaciones y un diseño de luces que define espacios, atmósferas, primeros planos y hasta distintos grados de realidad suman calidad a la propuesta. Aún así conviene advertir que se trata de un texto que por sus sutilezas requiere de una especial concentración por parte del espectador.

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